El gran premio.
Cinco
años después de la entrada triunfal de Fidel a la Habana, frente al gran
jurado, el escritor Bonifacio Paniagua de la Sierra, recordaba amargamente cada
uno de los sucesos que lo habían hecho ascender al Olimpo de los héroes.
Tumba
la Burra, poblado de unos diez bohíos a lo máximo y enclavado en lo más
recóndito de la Sierra del Escambray se engalanaba y sorprendía al mismo
tiempo, con la noticia de que el ahora jefe del sector de policía del caserío,
al servicio de la revolución recién triunfada, subiera como la espuma de
la noche a la mañana, sin algún antecedente conocido de ser un estudioso de las
letras, y mucho menos de que supiera leer o escribir.
***
Cinco
años bastaron para que culminara su obra. Ese día conocería la gran ciudad. La
Habana, capital de la isla y que todavía rebosante de belleza conservaba el
tenue maquillaje de lo que había sido en su época de esplendor. Bonifacio quedó
tan enamorado de La Habana como quedaron en su tiempo, Charles “Lucky” Luciano
y Meyer "The Little Man" Lansky, cuando se reunieron
en aquel histórico encuentro de la mafia estadounidense y el Sindicato del
crimen judío a finales de la década de los 40. Todos querían una tajada de
aquel maravilloso pastel del cual ya quedaba solo los olores. Pero aun así, las
viejas paredes del Hotel Nacional conservaban la historia. Y allí, junto a todo
el vendaval de arquitectura y años estaba Bonifacio. Más asustado que alegre, y
más nervioso que el día que decidió robarle al General Buenrostro aquel portafolio
lleno de dinero y documentos que le habían confiado a su custodia.
Llegó
a la habitación todo tembloroso. Tanto lujo no estaba concebido en la mente de
un guajiro de monte adentro. Con miedo a no “ensuciar nada” caminó
sigilosamente hacia la cama, se dejó caer como cerdo en su chiquero y no tardó
un tiempo más largo del que canta un gallo para quedarse completamente dormido.
Parecía
muerto. Parecía contento. Al amanecer, estaría a las puertas de su gran
día. El gran premio Casa de las Américas. ¿Sería suyo? Solo era cuestión de
tiempo.
***
El Cementerio de
Colón es una de las 21 necrópolis existentes en la ciudad de La Habana. Se dice
que por su gran número de obras escultóricas y arquitectónicas, muchos
especialistas lo sitúan como el segundo de más importancia en el mundo,
precedido solamente por el de Staglieno
en Génova, Italia.
Ese fue el escenario
al que sin saber cómo y a punto de amanecer, el botones Arcadio había llevado a
Bonifacio. Quería develarle un gran secreto, que no está de más decir, le había
puesto la piel más erizada que la de un pollo sin plumas.
Siguiendo sus
indicaciones se acomodaron en un rincón muy discreto desde el cual dominaban
una excelente visión del solitario cementerio. Se sentaron en silencio a
observar tumbas y flores ya avejentadas por el tiempo. Arcadio parecía una
estaca. No decía ni esta boca es mía y su rostro aparentaba el de un enfermo en
fase terminal. Esto hizo que el asustado Bonifacio, empezara a impacientarse.
—Esto está más muerto
que los muertos que guarda—comentó.
—No comas ansias
Bonifacio. Dicen por ahí que la paciencia es la madre de todas las ciencias.
Observa bien. Mira cuanta quietud. Pero no por eso está muerto. Aquí yacen los
recuerdos de miles y miles de personas. Todos sus misterios, sus sensaciones,
sus ilusiones y frustraciones, lo que soñaron y lograron y lo que jamás
pudieron alcanzar. Sus aventuras, las conquistas, los amores y también los
desamores. Sus condenas cumplidas o por cumplir. Sus venganzas; Las que
consiguieron llevar a buen fin y las que aún esperan cumplirse. Todo cuanto
puedas imaginar, está atrapado por todas estas lápidas.
Bonifacio tembló por
un instante.
—Todavía no alcanzo a
entender la vida, como para estar entendiendo a la muerte—balbuceó.
—Eso es justo lo que
quiero mostrarte. Dentro de unas horas, saltarás del anonimato a la fama—le
dijo esto mostrándole el libro que presentaría Bonifacio—. Esta es tu gran
novela. No dudo que ganes algún premio o hasta el gran premio.
Bonifacio tomó el
libro en sus manos. Y para su gran sorpresa, en lugar de su nombre, tenía el de
otro autor.
—Tú más que nadie
sabes que esa novela no es de tu autoría porque si lo has olvidado yo no.
Tú ni leer sabes y mucho menos escribir. Pero eso no importa. El día que
robaste aquel portafolio a mi padre, también te llevaste el manuscrito de esta
historia que yo acababa de escribir. Estoy seguro que pensaste que era de él y
que con su fusilamiento, todo quedaría en el olvido. Pero no. Llevo años
tratando de localizarte y hasta hace unos días me enteré por la prensa de este
libro, de tu historia y del autor. Como podrás imaginar ya no puedo hacer nada.
El tiempo conspiró en mi contra, además de que nadie me creería ni daría valor
a mis palabras porque soy hijo de un ex militar que torturó, robó e hizo
demasiado daño durante el gobierno de Batista y que además fue tu jefe y
compañero de andanzas. Creo que si este jurado y hasta la misma revolución a la
que sirves hoy como esbirro se enteraran que tú también torturaste y mataste a
muchos por creer que eran revoltosos revolucionarios, este premio jamás te lo
darían…, pero no solo eso, me imagino que perderás tu puesto de jefe del sector
de Policía y hasta una buena celda esté ya preparada para recibirte. Pero
tienes mucha suerte Bonifacio. Como la tuviste cuando triunfó esta porquería de
revolución y te hiciste pasar por revolucionario y que no te agarraran los del
movimiento 26 de julio. Tienes mucha suerte. Dentro de unos escasos minutos,
develaré ante ti, que este gran secreto quedará también guardado en este
silencioso cementerio. Y como siempre, te saldrás con la tuya.
Y en efecto.
Justamente cuando el reloj anunciaba las ocho de la mañana, entró al cementerio
un cortejo fúnebre. Desde donde estaba, Bonifacio lo siguió con la vista.
Todavía sostenía el libro en sus manos. Pero Arcadio no estaba a su lado.
Esperó un rato y luego caminó lentamente hacia donde el nuevo habitante del
cementerio ocuparía un espacio eterno. Un escaso grupo de mujeres lloraban, y
una de más edad, quien debía ser la madre del muerto, colocó las últimas flores
sobre la tumba. Nadie habló ni para dedicarle unas palabras de despedida.
Muy pronto todo
volvería a la inmensa calma, que era la mayor característica de aquel
legendario cementerio. Fue entonces que Bonifacio se acercó a la tumba y
pudo leer el mismo nombre que había leído hacía unos minutos en la portada del
libro. Arcadio Buenrostro (1930-1964)
***
Eran casi las nueves
cuando el botones despertó a Bonifacio.
—Se le va a hacer
tarde señor. Ya lo esperan en el vestíbulo del hotel.
Y ese día, cinco años
después de la entrada triunfante de Fidel a La Habana, Bonifacio Paniagua de la
Sierra, saltó del anonimato a la fama. Su novela fue un éxito rotundo. Aunque
en Tumba la Burra, nadie supo jamás de aquel enigmático jefe del sector de policía,
convertido de la noche a la mañana en escritor. Hay quien dice que se suicidó
unos días después del gran premio porque no pudo con tanto remordimiento.
Pero la realidad es
mucho más cruel. Hoy Bonifacio, a pesar de su avanzada edad, está ocupando un
puesto de jerarquía en las altas esferas de la cultura cubana aunque nunca más
publicó una novela.