sábado, 10 de mayo de 2014

El Gran Premio.


El gran premio.

Cinco años después de la entrada triunfal de Fidel a la Habana, frente al gran jurado, el escritor Bonifacio Paniagua de la Sierra, recordaba amargamente cada uno de los sucesos que lo habían hecho ascender al Olimpo de los héroes.
Tumba la Burra, poblado de unos diez bohíos a lo máximo y enclavado en lo más recóndito de la Sierra del Escambray se engalanaba y sorprendía al mismo tiempo, con la noticia de que el ahora jefe del sector de policía del caserío,  al servicio de la revolución recién triunfada, subiera como la espuma de la noche a la mañana, sin algún antecedente conocido de ser un estudioso de las letras, y mucho menos de que supiera leer o escribir.

***

Cinco años bastaron para que culminara su obra. Ese día conocería la gran ciudad. La Habana, capital de la isla y que todavía rebosante de belleza conservaba el tenue maquillaje de lo que había sido en su época de esplendor. Bonifacio quedó tan enamorado de La Habana como quedaron en su tiempo, Charles “Lucky” Luciano y Meyer "The Little Man" Lansky, cuando se reunieron en aquel histórico encuentro de la mafia estadounidense y el Sindicato del crimen judío a finales de la década de los 40. Todos querían una tajada de aquel maravilloso pastel del cual ya quedaba solo los olores. Pero aun así, las viejas paredes del Hotel Nacional conservaban la historia. Y allí, junto a todo el vendaval de arquitectura y años estaba Bonifacio. Más asustado que alegre, y más nervioso que el día que decidió robarle al General Buenrostro aquel portafolio lleno de dinero y documentos que le habían confiado a su custodia.
Llegó a la habitación todo tembloroso. Tanto lujo no estaba concebido en la mente de un guajiro de monte adentro. Con miedo a no “ensuciar nada” caminó sigilosamente hacia la cama, se dejó caer como cerdo en su chiquero y no tardó un tiempo más largo del que canta un gallo para quedarse completamente dormido.
Parecía muerto. Parecía contento.  Al amanecer, estaría a las puertas de su gran día. El gran premio Casa de las Américas. ¿Sería suyo? Solo era cuestión de tiempo.

***

El Cementerio de Colón es una de las 21 necrópolis existentes en la ciudad de La Habana. Se dice que por su gran número de obras escultóricas y arquitectónicas, muchos especialistas lo sitúan como el segundo de más importancia en el mundo, precedido solamente por el de Staglieno en Génova, Italia.
Ese fue el escenario al que sin saber cómo y a punto de amanecer, el botones Arcadio había llevado a Bonifacio. Quería develarle un gran secreto, que no está de más decir, le había puesto la piel más erizada que la de un pollo sin plumas.
Siguiendo sus indicaciones se acomodaron en un rincón muy discreto desde el cual dominaban una excelente visión del solitario cementerio. Se sentaron en silencio a observar tumbas y flores ya avejentadas por el tiempo. Arcadio parecía una estaca. No decía ni esta boca es mía y su rostro aparentaba el de un enfermo en fase terminal. Esto hizo que el asustado Bonifacio, empezara a impacientarse.
—Esto está más muerto que los muertos que guarda—comentó.
—No comas ansias Bonifacio. Dicen por ahí que la paciencia es la madre de todas las ciencias. Observa bien. Mira cuanta quietud. Pero no por eso está muerto. Aquí yacen los recuerdos de miles y miles de personas. Todos sus misterios, sus sensaciones, sus ilusiones y frustraciones, lo que soñaron y lograron y lo que jamás pudieron alcanzar. Sus aventuras, las conquistas, los amores y también los desamores. Sus condenas cumplidas o por cumplir. Sus venganzas; Las que consiguieron llevar a buen fin y las que aún esperan cumplirse. Todo cuanto puedas imaginar, está atrapado por todas estas lápidas.
Bonifacio tembló por un instante.
—Todavía no alcanzo a entender la vida, como para estar entendiendo a la muerte—balbuceó.
—Eso es justo lo que quiero mostrarte. Dentro de unas horas, saltarás del anonimato a la fama—le dijo esto mostrándole el libro que presentaría Bonifacio—. Esta es tu gran novela. No dudo que ganes algún premio o hasta el gran premio.
Bonifacio tomó el libro en sus manos. Y para su gran sorpresa, en lugar de su nombre, tenía el de otro autor.
—Tú más que nadie sabes que esa novela no es de tu autoría  porque si lo has olvidado yo no. Tú ni leer sabes y mucho menos escribir. Pero eso no importa. El día que robaste aquel portafolio a mi padre, también te llevaste el manuscrito de esta historia que yo acababa de escribir. Estoy seguro que pensaste que era de él y que con su fusilamiento, todo quedaría en el olvido. Pero no. Llevo años tratando de localizarte y hasta hace unos días me enteré por la prensa de este libro, de tu historia y del autor. Como podrás imaginar ya no puedo hacer nada. El tiempo conspiró en mi contra, además de que nadie me creería ni daría valor a mis palabras porque soy hijo de un ex militar que torturó, robó e hizo demasiado daño durante el gobierno de Batista y  que además fue tu jefe y compañero de andanzas. Creo que si este jurado y hasta la misma revolución a la que sirves hoy como esbirro se enteraran que tú también torturaste y mataste a muchos por creer que eran revoltosos revolucionarios, este premio jamás te lo darían…, pero no solo eso, me imagino que perderás tu puesto de jefe del sector de Policía y hasta una buena celda esté ya preparada para recibirte. Pero tienes mucha suerte Bonifacio. Como la tuviste cuando triunfó esta porquería de revolución y te hiciste pasar por revolucionario y que no te agarraran los del movimiento 26 de julio. Tienes mucha suerte. Dentro de unos escasos minutos, develaré ante ti, que este gran secreto quedará también guardado en este silencioso cementerio. Y como siempre, te saldrás con la tuya.
Y en efecto. Justamente cuando el reloj anunciaba las ocho de la mañana, entró al cementerio un cortejo fúnebre. Desde donde estaba, Bonifacio lo siguió con la vista. Todavía sostenía el libro en sus manos. Pero Arcadio no estaba a su lado. Esperó un rato y luego caminó lentamente hacia donde el nuevo habitante del cementerio ocuparía un espacio eterno. Un escaso grupo de mujeres lloraban, y una de más edad, quien debía ser la madre del muerto, colocó las últimas flores sobre la tumba. Nadie habló ni para dedicarle unas palabras de despedida.
Muy pronto todo volvería a la inmensa calma, que era la mayor característica de aquel legendario cementerio. Fue entonces que Bonifacio se acercó a la tumba y pudo leer el mismo nombre que había leído hacía unos minutos en la portada del libro. Arcadio Buenrostro (1930-1964)

***

Eran casi las nueves cuando el botones despertó a Bonifacio.
—Se le va a hacer tarde señor. Ya lo esperan en el vestíbulo del hotel.
Y ese día, cinco años después de la entrada triunfante de Fidel a La Habana, Bonifacio Paniagua de la Sierra, saltó del anonimato a la fama. Su novela fue un éxito rotundo. Aunque en Tumba la Burra, nadie supo jamás de aquel enigmático jefe del sector de policía, convertido de la noche a la mañana en escritor. Hay quien dice que se suicidó unos días después del gran premio porque no pudo con tanto remordimiento.

Pero la realidad es mucho más cruel. Hoy Bonifacio, a pesar de su avanzada edad, está ocupando un puesto de jerarquía en las altas esferas de la cultura cubana aunque nunca más publicó una novela.

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