Todavía recuerdo aquel día del año 79, como si fuera hoy. Cursaba el último año de la carrera de física y el Dr. Roberto Bocaza, al que burlonamente apodábamos “Nietzsche” por sus constantes referencias al filósofo alemán, comenzaba a impartir su magistral conferencia.
―Hoy vamos a hablar de la teoría del Retorno Eterno―dijo carraspeando la garganta como era característico en él.
Todos nos miramos esperando lo que venía después del carraspeo. El enigmático doctor señalaba a un alumno al azar y lo paraba frente a los demás estudiantes. Ese día me tocó a mí.
―Usted, póngase de píe… ¿Usted es al que le apodan El Guajiro?
—Yo, claro. Todos, de cariño me dicen El Guajiro, ya sabe nací en La Sierra del Escambray… en El Nicho. ¿Si me entiende?
―No le pregunté tanto… solo quería saber si era usted el famoso Guajiro—me dijo en un tono poco amigable―. He oído muchas quejas sobre usted, como por ejemplo, que se dedica a poner apodos a sus profesores. Espero que su brillantez no sea sólo para burlarse de los demás y sea capaz de contestar a mi pregunta a la altura de un buen estudiante de física.
Mis compañeros estallaron en una risa tan contagiosa que hasta el propio doctor tuvo que sonreír. Luego volvió a carraspear la garganta y en tono retador y con ganas de humillarme, volvió a la carga:
―¿Puede usted explicarme en qué se basa la teoría del Retorno Eterno?
—Profe, allá en el campo eso no se conoce —dijo uno de mis compañeros de clases en tono burlón.
—Mejor no se ría usted de su compañero porque puede ser el próximo en tener que responder sea usted —le señaló con tono amenazador.
Todos volvieron a sonreír sin imaginar que yo empezaría a contestar con tanta seguridad, que se hizo un profundo silencio en el salón.
―Doctor, el Retorno Eterno es algo complicado. Usted… ¿Me entiende? Es una forma de concebir el tiempo de manera circular. No sé si me explico bien, pero… ―hice una pausa algo asustado cuando vi que en el rostro del Dr. Bocaza se dibujaba una mueca de contrariedad, al ver que lo estaba respondiendo como él no lo esperaba―es algo así como que todo se repetirá de igual forma a como ya ocurrió, en el mismo orden, en la misma sucesión... ¿Si me explico? Y usted, yo, y toda esta bola de incrédulos que están aquí a mí alrededor, estaremos una y otra vez y hasta ese mismísimo hoyo que tiene usted en su pantalón. ¿Usted me entiende?
Me detuve creyendo que me iba a regañar, pero para mi sorpresa, su rostro iluminó toda la sala de conferencias con un gesto de satisfacción.
―Claro que lo entiendo y además estoy muy sorprendido. Tengo que confesar que ni por un segundo imaginé que supiera usted algo acerca de esta complicada teoría del Retorno Eterno. Lo felicito, pero, ¿me puede decir donde ha leído sobre este tema?―inquirió el Dr. Bocaza en su tono inquisidor.
―Yo, yo no he leído nada al respecto―le respondí tembloroso―. Yo simplemente lo recuerdo como si fuera hoy, doctor… hace millones de años, después del Big Bang anterior, mientras el universo todavía se expandía, estábamos justamente aquí. Usted daba esta misma conferencia y como lo ha hecho ahora, me seleccionó a mí para humillarme y restregarme en la cara que no sabía nada. Pero por enésima vez se ha llevado una gran sorpresa.
El doctor Roberto Bocaza se puso como una olla exprés. Contrajo el rostro y su piel cuarteada y llena de pecas, cambió a un color rojizo oscuro. Parecía que del mal genio, su presión arterial había sobrepasado los límites permisibles.
―Estimado campesino de La Sierra del Escambray, sin dudas, su negro sentido del humor sobrepasa mi tolerancia y mi escasa paciencia parece llegar al umbral de lo permisible. Pero voy a demostrarle que ni su falta de respeto, ni su insolencia, harán flaquear mi inteligencia y le prometo ante todos, que si usted no demuestra con hechos lo que acaba de decirme, dese por reprobado en mi materia y créame que no le será fácil graduarse en esta universidad—exclamó con una sonrisa sarcástica y carraspeando su garganta, atacó con todas las fuerzas posibles para hacerme quedar en ridículo.
―En el supuesto de que todo lo que dices, sea cierto, ¿me puede decir que va a suceder ahora?
Sus palabras no me impresionaron y creo que internamente eso le molestaba más que mi insolencia.
―Ahora… ―cerré los ojos y mi mente voló a velocidades inigualables. Moví mi cabeza y después de sentir una sacudida que recorrió todo mi cuerpo abrí mis ojos y lo miré fijamente―, creo que trae usted un fragmento de un texto que si mal no recuerdo se llama «La carga más pesada» en donde Nietzsche en un diálogo consigo mismo, se auto declama algo que pone al descubierto su eterno capricho al retorno.
Como un autómata, el Dr. Bocaza sacó de entre sus tantos papeles el escrito que le había mencionado y empezó a leer…
―Vamos a suponer que cierto día o cierta noche un demonio se introdujera furtivamente en la soledad más profunda y te dijera: Esta vida tal como tú la vives y la has vivido tendrás que vivirla todavía otra vez y aún innumerables veces; y se te repetirá cada dolor, cada placer y cada pensamiento, cada suspiro y todo lo indeciblemente grande y pequeño de la vida―se detuvo bruscamente y abrió su enorme boca en señal de asombro, pero haciendo gala de su gran inteligencia reaccionó apaciblemente―. Esto tampoco me convence. Usted pudo haber visto mis apuntes y saber que yo leería esta cita.
―Es cierto, pero no pude haber planeado…―miré mi reloj y con gran serenidad señalé―… que dentro de treinta segundos, se asomará por esa puerta su esposa, saludará y le pedirá que salga un momento porque necesita hablarle. Usted regresará preocupado y dirá que debe retirase porque tiene un problema en la familia.
Todos mis compañeros e incluso el Dr. Bocaza quedaron perplejos y boquiabiertos. Pero lo más sorprendente fue, cuando al mirarnos a los ojos, ambos exclamamos a coro: «Si lo que usted dice es verdad, entonces me comprometo a que no entre más a mi curso y dese ya por aprobado en Filosofía.»
Nadie chistó. La espera pareció eterna. Llegado el tiempo señalado, la puerta de la sala de conferencias se entreabrió dejando asomar el rostro de una mujer, quien por su hermosura no merecía ser la esposa de tan horrendo personaje. Todo lo que había predicho estaba reproduciéndose al pie de la letra e inexplicablemente. Un murmullo rompió el profundo silencio en el que nos habíamos sumergidos. En breve el Dr. Bocaza regresó y todos, como esperando una hecatombe, volvimos a quedar petrificados. Yo no pude aguantar la extraña sensación que volvió a sacudirme por segunda vez. Mi osamenta perdió toda la resistencia para soportar el peso de mi cuerpo y esta vez caí desplomado.
Unos días más tardes me contaron lo que sucedió cuando perdí el sentido. El Dr. Bocaza después de ayudar a unos compañeros de clases a trasladarme hasta el auto que me llevó al hospital, regresó con el resto del grupo y dijo en un tono muy solemne:
―Les pido que me disculpen, debo retirarme porque tengo un problema en la familia.
Todavía hay muchas cosas que aún no puedo explicarme, salvo que en mi boleta de calificaciones aparece una flamante A en la carrera de filosofía. Lo único que sé, es que desde ese día―hace ya más de treinta años―me convertí en un pulcro estudioso de Nietzsche y me aferré a la firme convicción de que su increíble teoría, es totalmente cierta.
Con frecuencia se me han repetido hechos parecidos, pero después que suceden, nunca me acuerdo de nada y siempre, antes de desmayarme, aparece la misma voz, que estoy seguro es la de Nietzsche, quien, convencido de que su teoría del Retorno Eterno tendría un día, un gran amanecer, me repite al oído «Lo que puede ser pensado, tiene que ser con seguridad, una ficción.»
Treinta años después…
Hace unos días vino a verme a mi casa a mi casa de Punta Gorda, el Dr. Bocaza. Hizo un viaje desde Villa Clara, invitado por la Universidad de Cienfuegos a dar un ciclo de conferencias sobre el Eterno Retorno.
Ya muy entrado en años, completamente canoso y ayudado por un equipo de enfermeras que lo acompaña a todas partes. Su aspecto ya no era el de un inquisidor que demostraba al resto de los mortales que su mente había sido perfectamente diseñada para no dar cabida a la más ínfima estupidez humana.
Después de un rato de conversación donde sacamos a flote un sinfín de anécdotas del pasado, y de cómo había terminado viviendo en el reparto más lujoso de Cienfuegos, un guajiro de la Sierra del Escambray, Bocaza pidió a su equipo que nos dejaran solos.
―Voy a ir al grano, porque bien sabes que no me gusta darle muchas vueltas a las cosas.
―¿En qué puedo servirle doctor? ―pregunté con cierta dulzura al ver que de aquel hombre fuerte y testarudo no quedaba más que el asomo de algún gesto perdido.
―No tienes que servirme en nada. Este viejo está ya cansado y listo para cuando llegue el momento del viaje sin regreso. Sólo quiero que me escuches porque no quiero irme sin haber hablado con la única persona que puede entender lo que siento. ¿Cómo puedo explicarle al mundo que llevo mi vida consagrada a la enseñanza y que entre las tantas cosas que enseño, hay una en la que realmente no creo?
―Entiendo. Usted no creé en el Retorno Eterno… ―balbuceé en un tono muy bajo.
―En efecto. No has perdido ese don de leerme la mente, pero contéstame algo que eternamente me ha dado vueltas en mi cabeza. ¿Por qué tenemos que irnos, si el hombre eternamente regresa? ¿No es mejor quedarnos de una vez?
―Entiendo sus dudas doctor, y eso me hace tener que desmentir su flamante terquedad. Usted ha venido a verme, no porque sea un incrédulo del Eterno Retorno, sino porque tiene miedo, porque no se acuerda que pasó en realidad la otra vez que vino a mí y que saliendo de esta misma casa se subiría a lo que usted llama «Su viaje sin regreso». Pero permítame decirle que Dios no quiere que una mente tan brillante como la suya se vaya todavía. No. Usted vivirá muchos años más. Todavía tiene que cumplir su encomienda en este mundo: Convencer a la gente que piensa, que esta teoría es a largo plazo y que el destino del hombre está regido por el perpetuo oscilar del Eterno Retorno. Y créame Doctor que hoy usted lo va a comprobar.
Bocaza se puso de pie e hizo señas a una de sus enfermeras para que lo ayudaran a levantarse del sillón. Esta a su vez le indicó al chofer que acercara la camioneta de la Universidad Central en la cual se movía el doctor. Su caminar era lento, pero firme. Antes de subirse al auto me lanzó una suplicante mirada. Yo sólo le regalé una sonrisa…
…Y justo en el momento cuando el chofer iba a arrancar la camioneta, un policía de tránsito le indicó que no lo hiciera.
―Me muestra sus documentos por favor. Está usted mal estacionado ―dijo el emblemático policía mientras saludaba con un ademán de manos al resto de los presentes.
Treinta segundos era el tiempo que necesitaban para llegar a la esquina donde estaba el crucero que conducía a La laguna del Cura, tiempo justo que empleó un coche naranja que pasaba al momento en que el policía los detuvo.
Sólo Bocaza entendió por qué salí corriendo a abrazar al policía mientras le gritaba:
― ¡¡Usted es un enviado de Nietzsche!!
Un estrepitoso ruido desvió la vista de todos hacía la esquina.
Una guagua de la ruta 1 que bajaba por la avenida perpendicular a la que nosotros estábamos se quedó sin freno, impactándose contra un auto naranja y haciendo que este volara por los aires. Ningún pasajero sobrevivió.
Bocaza se bajó de la camioneta, esta vez sin la ayuda de sus enfermeras. Sonrió y me preguntó:
― Creo que me quedo un rato más... ¿Podrás regalarme un trago doble de Havana añejo