Esa noche, como todos
los días, el niño esperaba a su tío.
Hacían largas
tertulias, donde el místico señor narraba historias relacionadas con naves que
viajaban tan rápido como la luz, gemelos que jugaban a la máquina del tiempo y
de hadas madrinas que convertían a horribles “enanas blancas” en hermosas supernovas con sólo usar su varita
nuclear.
—¿Qué día es hoy
Tío? —preguntó el niño.
—Hoy es un día especial, muy especial
sobrino. Hoy es el Equinoccio de Marzo, día en que la Tierra muestra al sol su
Ecuador y cuando la noche y el día tienen la misma duración —contestó el
anciano en el tono cariñoso que siempre usaba al dirigirse al niño. Se alisó su
emblanquecido cabello, se apoyó sobre el marco de la grisácea ventana y abrió
el empañado vidrio para que entrase un poco de aire fresco con olor a la recia
lluvia que aún caía.
—Tío, siempre he pensado que
fuiste el mejor.
El anciano dejó asomar una
irónica sonrisa. «Si él supiera que a los
15 años, abandoné la escuela debido a mis malas calificaciones en varias
materias, como historia y lenguaje. Y que poco después se descubrió que yo era
disléxico». Pensaba mientras una vez más ese lado humano del anciano salía a
la vista.
—Bueno hoy te voy a contar una
anécdota que se habla mucho pero que nadie a ciencia cierta sabe si es verdad o
no —le dijo el anciano—, pero que creíble o no, no deja de ser divertida.
El niño emocionado se acomodó en
su cama para escucharlo.
El anciano aclaró su voz y
comenzó.
—Se cuenta que por allá de los años 20
cuando yo empezaba a darme a conocer por la introducción de numerosos avances
en el campo de la ciencia, y por una ley muy famosa que descubrí…, en 19…, Bueno, las fechas no importan mucho, lo que interesa fue, que todo eso hizo que
con frecuencia fuera solicitado por muchas universidades para que diera
conferencias y les hiciera entender a todos, lo que nadie por si solo entendía
leyendo mis escritos. Un día y
dado a que a mí no me gustaba conducir, contraté los servicios de un chofer con
el cual hice una muy buena relación de amistad e incluso de complicidad. Después
de varios días de viajes de ida y regreso, le comenté a mi chofer lo aburrido
que era repetir lo mismo una y otra vez y éste al escucharme enseguida me
propuso: «— Si quiere, lo puedo sustituir
por una noche. He oído su conferencia tantas veces que la puedo recitar palabra
por palabra.» Y ¿Qué crees que hice? —preguntó el anciano al sobrino, sin
la intención de esperar respuesta—, pues le tomé la palabra y antes de llegar
a la siguiente conferencia, intercambiamos nuestras ropas y nuestros lugares.
El chofer se sentó en el asiento trasero y yo tomé el volante. Llegamos a la
sala magna y como ninguno de los académicos presentes me conocía físicamente,
no se descubrió el engaño y el chofer expuso la conferencia que había oído repetir
tantas veces. Al final, un profesor en la audiencia le hizo una pregunta. El chofer no tenía ni idea de cuál podía ser la
respuesta, sin embargo tuvo un golpe de inspiración y le contestó: «La pregunta que me hace es tan sencilla que
dejaré que mi chofer, que se encuentra al final de la sala, se la responda»
—dijo señalando para mí. Y fue entonces cuando tuve que tomar la palabra —volvió a reír, ahora con escandalosas carcajadas, que contuvo de inmediato al
ver que el niño se había quedado dormido.
Lo miró con ternura y le dio un
beso en la frente. Se
puso de pie mientras lo cubría bien con el cobertor azul que hacía juego con la
lámpara de pececitos, para que no sintiese frío.
A la mañana siguiente, el niño
despertó muy temprano y se paró frente al póster grande que colgaba junto a su
escritorio.
Una picara sonrisa se dibujó en
su rostro mientras leía lo que estaba escrito debajo de la foto: Albert Einstein. 2018: 139 aniversario de
su natalicio.