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10 minutos
después de su muerte.
Noviembre 25 del
2016. 10:39 p.m.
—¿Dónde estoy? —gritó aquel
hombre que aunque mostraba un rostro demacrado no podía ocultar el miedo a
sentirse sin poder.
—¡Siéntate, Comandante...!
—¿Sentarme? ¿Quién eres tú para
darme órdenes? —dijo en un tono arrogante —. El hecho de que tengas barba como
yo, no te hace ser como yo.
—¡He dicho que te sientes! —dijo
el supremo mostrando cierto estado de enojo.
—Pero, por lo menos dígame… ¿quién
es y, dónde estoy?
—Te falta la palabra mágica que
borraste del léxico de los cubanos…
—Por favor…
—Ya se oye mejor…, pero aun así,
tu cinismo es vergonzoso. Además de que te atreves a desconocerme, intentas desafiar
mis órdenes. No cambias y, no creo que lo hagas. Es mucha tu prepotencia como
para aceptar lo que tengo que decirte. No estás en Cuba y aquí quien da las
órdenes soy yo. Acabas de morir y has llegado a la antesala del cielo donde
serás juzgado, aunque no sea como muchos quisieron, pero de la justicia divina
no escapa nadie. Ni tú, que llegaste a creer que eras yo.
—… ¿Eres Dios?
Un examen visual saturado de una
mezcla de curiosidad y rabia salió disparado hacia los ojos del todopoderoso.
El dictador cubano por primera vez en su ya «no existencia», bajó la cabeza.
Con su rostro delgado, demacrado, congestionado por la impotencia provocada al
sentirse sin poder, la quijada desencajada y un visible temblor en los labios,
el ex presidente de los consejos de Estados y de Ministros de la República de
Cuba se dirigió al banquillo en el que tenía que sentarse todo recién llegado
al Cielo para que el supremo evaluara su comportamiento en la tierra y saber si
podía ir al paraíso o al infierno. Un triste banquillo rústico, diminuto y, por
cierto, ubicado en el centro de un salón extraordinariamente bien ventilado por
la brisa suave, acariciadora y generosa que corría sobre el enorme copo de
blancas nubes que formaba el piso del salón.
—Eso que dices no es cierto. Yo
todavía no he muerto.
—¿Te creen inmortal? —preguntó
mientras desplegaba una gran pantalla, también blanca como el piso, sobre la
cual proyecto una imágenes que venían desde la tierra.
Fidel pudo ver a su hermano Raúl
dando un mensaje en la televisión:
«Con
profundo dolor comparezco para informarle a nuestro pueblo, a los amigos de
nuestra América y del mundo, que hoy, 25 de noviembre del 2016, a las 10:29
horas de la noche falleció el comandante en jefe de la revolución cubana Fidel
Castro Ruz».
—O sea que solo han pasado 10
minutos de mi muerte y ya tú me sientas en este diminuto banco para juzgarme.
—Alégrate que soy yo, Fidel. Tú
fusilaste a muchos sin ni tan siquiera juzgarlos. Yo, por el contrario,
analizaré contigo cada uno de tus actos… Sé de antemano que irás directo al
infierno, pero no podemos omitir este juicio divino, para que a todos los que
engañaste, sepan de una vez por toda, quien era en realidad Fidel Castro y cuál
fue su misión en el planeta Tierra.
A una señal de Dios, el cielo se
colmó de estrellas, y la oscura noche se llenó de una intensa luz iluminando el
ambiente, inundándolo de paz, de una nítida paz que el tirano no pudo percibir
por no conocerla. Mientras contemplaba en silencio la forma circular del
espacio asignado para su juicio final, Fidel sintió que era objeto de una
evidente humillación al ignorarse su anterior investidura de presidente de
Cuba. Intentó titubear decidido a no tolerar que semejante ofensa se perpetrara
en contra de su persona o de su recuerdo.
«Esto
no puede ser verdad»
Pensaba. ¿Someterse él? ¿Obedecer a alguien? incluso a Dios… ¿Él? Quien conocía
el verdadero sentido del poder. El hombre invencible que había gobernado por cincuenta
años de forma directa y casi diez detrás del trono. ¿Él? el gran dictador que
había sido capaz de engañar a más de diez millones de cubanos, e incluso al
imperio más poderoso del mundo. ¿Él? el gobernante carismático capaz de reunir
multitudes y hacer que todos marchasen tras él como una atontada manada que es
conducida al despeñadero.
Ahora se veía solo y abandonado.
Sin su sequito de escoltas y espías que vivían para cuidarlo sin ser capaces de
cuidar a los suyos. Él, nada menos que él. El apuesto líder, siempre de verde
olivo, acostumbrado durante décadas a ser objeto de todo género de homenajes
—aunque decía que era enemigo del culto a la personalidad—. Él, habituado a ver cómo todos se cuadraban al
anunciar su arribo; él, el Comandante en jefe, el que liberó a Cuba del terror
de la dictadura de Batista, el héroe indiscutible de la gesta revolucionaria. Él,
comandante en la Sierra Maestra ¿tenía
que aceptar un juicio divino para ser absuelto o condenado?
Lentamente se puso de pie y
empezó a hablar…
—Nunca un abogado ha tenido que
ejercer su oficio en tan difíciles condiciones: nunca contra un acusado se
había cometido tal cúmulo de abrumadoras irregularidades. Uno y otro, son en
este caso la misma persona. Como abogado, no ha podido ni tan siquiera ver el
sumario… —Dios lo interrumpió de inmediato.
—Fidel, este no es el juicio del
Moncada, y dudo mucho que en este juicio la «Historia» pueda absolverte…
—Esto no es justo… —gritó.
—¿Reclamas un juicio justo? ¿Tú?
—inquirió el Todopoderoso.
—¿Por qué no? —insistió Fidel.
—Te aseguro que durante estos 9
días, en los que preparan en Cuba toda la ceremonia religiosa para simular tu
sepelio, que por cierto nada tiene que ver con el cristianismo—, conocerás el
verdadero significado de lo que es «justo». ¿Por dónde quieres que empecemos?
—preguntó Dios. Al ver que el comandante no respondía inquirió —: ¿Te parece si
empezamos justamente por el trato que me diste a mí y la religión?
Mientras se volvía a sentar en el
banquillo, Fidel le hizo una señal afirmativa.
—Año tras año observé con
detenimiento lo que hiciste con la religión y conmigo. ¿Sabes lo que sentí al
ver quitar de un marco mi foto para poner la tuya? Ver como sustituían
consignas religiosas tales como: Con Dios
todo, sin Dios nada por Con Fidel todo, sin Fidel nada. Entraste al poder
con una idea fija: Te quito a ti para ponerme yo, y lo lograste.
—No empieces a sacarme trapos
sucios, por favor. Tienes que entender que fue un proceso de concientización de
las masas. Tú también lo hiciste para ganar adeptos.
—Con la única diferencia que yo
en mi andar no hice daño a nadie ni condené a un pueblo a una vida sin destino.
—Tal vez tú no, pero otros lo
hicieron en tu nombre —se defendió el tirano.
—A todos ellos, cuando llegaron
aquí, los senté donde estás y, créeme que de igual manera rindieron cuenta y
pagaron sus crímenes como lo harás tú. El
problema contigo Fidel es que el daño que has hecho es aún mayor. Por ejemplo…,
cuando Hitler murió, su pueblo no le lloró como está haciendo esa gran cuota de
pueblo que te adora allá abajo porque la adoctrinaste bajo el miedo y la
opresión y es muy seguro que intentaras convencerme de que te adoran más que a
mí, que soy su padre celestial, pero no será fácil, porque te diré que no te
aman, sino que aun estando muerto ese pueblo te seguirá teniendo miedo.
—No exageres Dios, no es para
tanto.
A una señal del altísimo entró el
jurado. Doce ancianos con barba, cabello y ropa blanca entraron al gran salón y
ocuparon sus asientos.
—¿Vas a querer un abogado de
oficio? —preguntó el todopoderoso al dictador al tiempo que éste dibujaba en su
rostro una sonrisa burlona.
—Gracias Dios, pero gracias a ti,
me basto y me sobro.
Hubo un pequeño murmullo entre
los miembros del jurado que rápidamente se disipó cuando el dictador empezó su
discurso.
—Entonces, en qué momento le
declaraste la guerra a la Iglesia Católica —le preguntó Dios.
Fidel pensó por unos instantes y
comenzó hablar con una voz pausada y temblorosa…
—Todo comenzó en el año 1960 cuando
tu iglesia se opuso a la transformación que estaba haciendo en el país y el
redactor de una revista católica que había en esos tiempos… —hizo una pausa
intentando recordar el nombre de la revista—, creo que se llamaba La Quincena, empezó a tirarnos con el
rayo. Si mal no recuerdo escribió algo así: «Las
doctrinas y prácticas comunistas… merecen el repudio de cada hombre que ame la
libertad, y deben ser erradicadas».
—Fidel, no me hagas sentir como
un idiota. Tú lo sabías muy bien, porque estudiaste a fondo todo el proceso
ruso desde el intento fallido de revolución en 1905 por los bolcheviques,
pasando por la revolución de 1917 y la abdicación del Zar, el destierro de
Trotsky, la muerte de Lenin, y el establecimiento de Stalin en el poder. Estudiaste
todo el Totalitarismo del régimen comunista ruso y estabas consiente que si
querías un poder absoluto en Cuba, tenías que hacer lo mismo, aunque para ello
tuvieras que aplicar algunas variantes dada la idiosincrasia latina, totalmente
diferente a la rusa… y volviendo a lo que estábamos hablando, durante el 53 y
posterior al desembarco del Granma, el proceso revolucionario tuvo todo el
apoyo de esa iglesia a la que después le declaraste la guerra.
—Es cierto. Me recuerdo de
Ignacio Biain Moyuá, un franciscano español que llegó a Cuba en 1933. Fue amigo
de Lezama y Mañach. En 1955 lo hicieron director de la revista La Quincena que
fue muy crítica con Batista y las precarias condiciones en las que vivía el
proletariado en Cuba. Después que tomé el poder en el 59, Biain Moyuá se
convirtió en uno de mis más fervientes admiradores, incluso en contra del
criterio de la alta jerarquía católica en la isla. Fue una lástima que muriera
en el 63 y creo que en ese momento la propia Iglesia lo había sancionado a no
ejercer.
—Fue Monseñor Pérez Serantes, el
mismo que te salvó la vida en el 53, quien en una posición desafiante divulgó
una carta pastoral en la que declaraba: «No
podemos seguir diciendo que el enemigo está a nuestras puertas, porque en
realidad está adentro, hablando en alta voz, como si estuviera en su casa… El
gran enemigo del cristianismo es el comunismo».
—Sí era un bocón ese Serantes…
esa frasecita la sentí como si me hubiera dado una patada en los huevos…,
perdón su señoría, en los testículos quise decir.
—No te preocupes, y aunque te
cueste, sé tú y no trates de simular algo que no eres —Dios hizo una pausa y
miró fijamente al dictador buscando algo en su memoria, y continuó—. Me
recuerdo de Serantes. Pese a las posteriores críticas, nunca se retractó
públicamente de su respaldo al Movimiento 26 de Julio. De hecho, cuando se le
preguntaba si tenía remordimientos por ese compromiso solía decir que tú, Fidel
Castro, eras in quo omnes pecaverunt.
Hiciste que todos los cubanos se convirtieran en «pecadores» al creer tus promesas y darte un apoyo absoluto. Claro
que también se incluyó a él mismo. Fuiste un actor de alta jerarquía. Vendiste
gato por liebre y todos te la compraron. Yo me recuerdo muy bien, porque te
seguí con mucha atención, al menos durante los primeros meses de tu revolución,
sólo los batistianos acérrimos eran los que te miraban como enemigo y si mal no
recuerdo… los EEUU, Italia y Gran Bretaña reconocieron a tu gobierno… Entonces
Fidel, si gobiernos que contaban con expertos servicios diplomáticos y de inteligencia
cayeron en el error de creerte, que se le puede reprochar a Pérez Serantes,
inmerso en el mismo ambiente de júbilo y esperanza que el resto de la población
por el fin de la dictadura de Batista. Todos te vieron como una luz de
salvación.
Fidel soltó una sonrisa
sarcástica. Se puso de pie y pidió permiso para caminar frente al jurado. Los
miró uno a uno detenidamente a sus rostros como tratando de comprar un afecto
que todavía no veía en ninguno de los presentes.
—Debo confesar, aunque me cueste un huevo, que apreté demasiado. Fueron
días de cierta intermitencia emocional. Estoy seguro que Monseñor siempre quiso
servir a la Iglesia y a las almas, pero las explosivas circunstancias políticas
llevaron al país a una convulsión social sin precedentes, y fue cuando tuve una
reacción muy violenta e incité a mis aliados y esa parte del pueblo que ya
tenía a mi favor de ir a interrumpir la lectura de una circular que la alta
jerarquía de la iglesia había mandado a todos sus fieles. Aquello fue muy
fuerte. Suspendí también, el único
programa de TV que había en el país y que estaba dirigido por las
Organizaciones Nacionales Católicas, creo que se llamaba «Mensaje para Todos».
—¿Crees que ese fue el más duro
golpe que le diste a la iglesia? —preguntó Dios con cierta ingenuidad.
—No, claro que no —dijo mientras
regresaba a su asiento —. El golpe decisivo contra tu Iglesia Católica vino
inmediatamente después de la invasión de Playa Girón en abril de 1961. Me di
gusto arrestando de forma domiciliaria a Curas y monjas, ocupé militarmente todas
las asociaciones religiosas que había en el país, registrando todas y
eliminando cualquier tipo de propaganda religiosa o anticastrista, hasta que el
1ro de Mayo de 1961, anuncié la expulsión de todos los sacerdotes extranjeros y
la nacionalización de todas las escuelas privadas, incluyendo las católicas. Muerto
el perro, acababa con la rabia.
—¿Me puedes contar algo de esos
fusilamientos ordenados por ti y ejecutados por tu hermano y el argentino
asesino?
—Por supuesto no es algo de lo
que me arrepienta.
—Lo sé, no tienes que decirlo…
—culminó el Todopoderoso en espera que el dictador contara a todo el jurado La
Masacre de la Loma de San Juan…
—Entre más te escucho más adoro a
mi perro —dijo Dios cuando Fidel terminó de contarle todo lo que había hecho su
hermano en La Masacre de la Loma de San Juan… —. Dime algo Fidel, ¿alguna vez
sentiste amor o compasión por alguien?
—Tendrías que dejarme remontarme
a la época de la Sierra Maestra… — Y empezó a hablar lentamente mientras su
mente viaja en el tiempo.
continuará...