Celebrando
el día de las madres, se me ocurrió decirle a mi esposa de ir a un restaurante
de comida cubana que acaban de inaugurar en la ciudad de
México.
—Amor,
desde que fuimos a Miami hace ya casi dos años, no pruebo una auténtica comida cubana.
¿Te animas y celebramos el día de las madres comiendo cubano?
Vi
como volteó un poco su rostro para que no me diera cuenta de las dos o tres
muecas que se le escaparon y hasta pude interpretar lo que estaba pensando —:
Oye se supone que es mi día, al menos déjame escoger a donde ir ¿No? —pero se
quedó callada y dibujó una sonrisa medio fingida en sus hermosos labios al
tiempo que me respondía: —Sí mi amor, no tienes una idea de cuánto añoro
comerme unos tostones.
Sin
pensarlo dos veces le tomé la palabra antes de que se arrepintiera y nos fuimos
al dichoso restaurante.
La
primera sorpresa que me llevé al llegar frente al restaurante fue un enorme
cartel que abarcaba la fachada completa del local que decía: «Bienvenidos a la
Cabaña. A partir de este momento, usted es nuestro prisionero». Y en letras más
chicas: «No saldrá rehabilitado, pero si satisfecho».
Caminamos
hacia la puerta y allí nos esperaban cuatro hombres vestidos con uniforme idéntico
al de los policías de Cuba. Las siglas de PNR, camisa azul tirando a gris y
pantalón azul oscuro. De inmediato nos catearon y cuando fuimos a protestar uno
de ellos nos entregó una tarjeta doblada que simulaba un pasaporte de la República
de Cuba. Al abrirlo decía: A partir de este momento usted es ciudadano cubano, por lo que si no está de acuerdo con obedecer
las leyes de nuestro país, le recomendamos no entrar. Solté una carcajada,
como broma me parecía excelente, pero ninguno de aquellos cuatro hombres
chistó. El que parecía el jefe del escuadrón le dijo al capitán del salón:
—Están
limpios. Pueden pasar.
El
capitán vestía un uniforme idéntico al que usaban las tropas especiales. Boina
negra y uniforme de camuflaje. Tenía grados de General. Solo se limitó a
decirnos:
—Síganme.
Debo
confesar que todo en aquel lugar me sorprendió enormemente. Era una
autentica réplica a las cárceles del régimen castrista. Estaba construido en una casona
colonial que habían remodelado de forma tal que las mesas para 4 personas
estaban en habitaciones que simulaban celdas de 2 metros de largo por 2 de
ancho. Las de 6 personas en celdas de 3.5 de largo por 3.5 de ancho y las de 8
o más personas en una celda de 5 metros de largo por 5 de ancho. Todo
perfectamente simulado y adaptado a las condiciones que debe tener un
restaurante. En la entrada de cada celda decía: Cuba es para los revolucionarios.
Al
llegar a nuestra celda había un mesero que nos esperaba dentro vestido con
uniforme igual al de los reclutas que pasaban el Servicio Militar Obligatorio. Pullover
verde olivo y pantalón igual al que usa el ejército. Unos bolsillos cuadrados y
por fuera del pantalón, botas altas de punta boluda y hasta con un casquillo metálico
por dentro. Me imaginé que la usarían en caso que tuvieran que sacarnos a
patadas por las nalgas del lugar.
El
capitán del salón, o más bien el General, nos dejó en nuestra celda, se
despidió y antes de retirarse cerró la
reja al tiempo que le decía al recluta: «Son
todo tuyos».
—Bienvenidos
a La Cabaña —nos dijo el mesero—, mi nombre es Soldado Pérez, y los atenderé
mientras dure su condena.
Mi
esposa me miraba con cara de «explícame que está pasando» y yo no dejaba de reírme.
Todo aquello me parecía muy creativo. Solo me preguntaba si aquellos chavos
iban a soportar tanto tiempo aquellos uniformes tan calurosos y aquellas botas
tan pesadas.
El
recluta nos entregó la carta y para mi sorpresa era algo muy parecido a la
libreta de productos industriales. Los platillos que se seleccionaran se
arrancaban como un cupón. Otra gran sorpresa fue que la carta de mi esposa no
era igual a la mía. Mis cupones se identificaban por ejemplo como H1: Arroz con
gris, H2: Potaje de frijoles negros… y así sucesivamente y los de mi esposa con
la letra M1, M2 hasta llegar al último platillo. Imaginé que las de niños
tenían una N. La verdad, no paraba de reírme.
Después
de un rato decidimos que íbamos a ordenar. Llamamos para eso al recluta.
—Nos
puede traer una cerveza, por favor.
—Si
claro, pero les recuerdo que están en Cuba, tienen derecho a dos cervezas solo
si consumen un plato fuerte. Si no, no les puedo vender cerveza.
—¿A
que le llaman plato fuerte? —preguntó mi esposa—, es que acaso ¿tienen algún
plato más musculoso que otros?
—Se
ve que usted no es cubana. En Cuba se le llama plato fuerte a lo que ustedes
llaman aquí guisados. Todo lo que sea carne de cualquier tipo entra en la
categoría de platos fuertes.
—¿Y
si quisiera tomarme una cerveza más?
—Es
muy fácil, usted verá — y diciendo esto tomó el micrófono y llamó por alta voz
—: La cliente de la celda 4001 quiere tomarse una cerveza de más.
Y
terminando llegó una señora vestida de jueza.
—Buenas
tarde, soy la Licenciada Libertad, si desean tomar más cervezas de las que
están establecidas, tengo que casarlos. Con esto tendrán derecho a tomarse
hasta 10 cajas de cervezas.
Mi
esposa estaba a punto de explotar, pero le pedí paciencia, que todo se trataba
de una broma para simular la situación de Cuba.
Para
no hacerles este cuento tan largo, la simulación fue perfecta. Mientras
comíamos, se nos fue la luz dos veces, en el baño no había papel sanitario; al
lado de cada WC colgaban unos ganchos con pedazos de periódicos Granma y Juventud
Rebelde (estaban hechos con el mismo papel de las servilletas pero simulando
que eran recortes de periódicos). Tampoco había jabón a la vista. Y si te
quejabas por algo, el mesero te decía: «Perdonen, pero es que estamos en
periodo especial»
Al
entregarnos la cuenta era como si fuera un talón de multa que decía en el lugar
donde venía el precio final que debías pagar: «Usted ha comido en exceso, sin
pensar que en Cuba la gente está pasando hambre, por lo que tiene que pagar una
multa de… » y ponían el valor de la cuenta.
Cuando
pagamos y ya nos íbamos a retirar, el mesero anunció por el micrófono: «Los prisioneros de la celda 4001 han pagado
su condena» Y acto seguido llegó de nuevo el general de tropas especiales y
nos escoltó hasta la salida. Allí, mientras sellaba el pasaporte que nos habían dado a la entrada, nos dijo:
—Gracias
por su visita. Ya saben que por haber estado en Cuba, no podrán viajar a los
Estados Unidos.