Cada
vez que pienso en el amor, me pega este horrible insomnio. Son las tres de la
madrugada y decido salir de la casa y caminar por el jardín. Subo por el
empedrado que conduce a la palapa y desde lo alto contemplo el mágico paisaje
de puntos multicolores que se impone ante mí ojos. Las luces interiores de la
alberca reflejan su esplendor. Sus aguas parecen erizarse por el paso de la
fría brisa de la noche que llega también a mi rostro, humectándolo con su
rocío.
Estremecido
frente al barandal de hierro forjado soy atrapado en mi clásico black hole y me
transporto inesperadamente veintisiete años atrás…
…Caí
desempolvándome en el centro del parque Ampere. Así le llamábamos a una pequeña
glorieta con bancas de concreto, ubicada frente a la cafetería de la
universidad y a un lado de la facultad de física, donde yo estudiaba. Ahí nos
íbamos en cada receso a comernos un pastel de guayaba y un yogurt. Y mientras
comíamos presenciábamos el desfile. Sin duda era la mejor pasarela del mundo.
¡Qué Naomi Campbell ni Claudia Shiffer! Aquello sí era una pasarela. Nada de top ten. No… aquello era el top thousand. Por eso Ampere se sonríe desde
su magistral monumento imaginario. Por ahí pasaba, no un Coulomb por segundo,
sino miles de “culones” por segundo.
Eso sí era una corriente, no eléctrica, pero sí de mujeres. ¡Qué mujeres! Y
nada de operadas, ni exageradamente maquilladas. ¡En Cuba no existía eso! Eran
“naturalitas”.
¡Coño…! Las más feas eran las que
estudiaban física. Mucha física, pero nada de físico. Ahí ni para escoger.
Recuerdo cuando un “cerebrito” de mi clase, enunció una ley que pasó a la
historia de nuestra generación, como la ley física que probaba la autenticidad
del refrán “en casa del herrero, cuchillo
de palo”.
Pero qué decir de las de
filología, las de arquitectura, las de historia del arte, las de derecho, las
de ingeniería. Todas tenían que pasar frente a nosotros para ir a sus
facultades. Y ahí estábamos, cual más experto jurado detallando la belleza
femenina y como fieras esperando la presa para lanzarnos a la conquista.
¡Qué tiempos aquellos! Corrían
los últimos años de los setentas. Años gloriosos de mi historia y de las de mis
amigos. Esa época crucial, donde el presente es lo único que importa y se vive
bajo la consigna de que el mañana no ha llegado, y será mejor mientras mejor se
viva el presente.
¡Qué iba a pensar uno en el Amor! Es más el amor en aquellos
tiempos, y para nuestros conceptos, era una mala palabra. Recuerdo a otro amigo
que decía que el amor es una palabra de cuatro letras, que encierra todo
lo contrario a lo que supuestamente significa… Una palabra que empieza con la A, letra amarga con la que terminan los
amores. Con A de angustia, de arrepentimiento, de ausencias.
Después sigue la M, mugrosa letra
que trae consigo, melancolías, mentadas de madres y la muerte de un
sentimiento. Continúa la O, ojerosa
vocal que
en el mejor de los casos trae olvidos,
pero la realidad se ostenta en el odio y la ofensa. Y por último la R, ruidosa consonante que al término de
una relación te regala renuncias, rabia, rencores. ― Y después de dar su definición exclamaba ― ¡Y qué
lastima que no tiene una H
intermedia!, porque además de todo lo que digo es “Horrible”.
Claro
que yo no pensaba así, pero de alguna manera sus palabras siempre influenciaron
en mí, al extremo de huirle al sentimiento. Uno se sentía sin ataduras, sin
complicaciones. ― Bueno esto de sin complicaciones se mantenía mientras no se
te ajuntaban tres novias al mismo tiempo en el mismo lugar ― ¿Qué hubiera dicho
Heisenberg de la validez de su principio de incertidumbre? En esto de la
conquista y la fidelidad, estaba cañón aplicarlo. Aunque yo sí podía determinar
con exactitud qué cantidad de movimiento tenía al salir corriendo y hacia dónde
iba al mismo tiempo.
¡Esos
tiempos serán inolvidables! A esa edad no se perdona. Y mal afortunado quien no haya
sabido aprovecharla. Porque después que viene lo serio, la vida cambia.
Pero el sentir que ya piqué el
medio siglo y un poco más, desde esta palapa a las tres de la madrugada, me
hace ver todo diferente. Ya a nuestra edad uno se creé el ridículo hombre
maduro, se cree responsable, y quiere ver en el amor… ese Amor de cuatro letras lo que no vio cuando se casó por primera vez,
una A que encierra la astucia, para saber sobrellevarlo todo,
la amabilidad, el andar tranquilo, el anidarse a una vida sin locuras sin que
deje de ser loca. Esa M que te
envuelve en la moral, en el matrimonio, en mantener a una familia, a mimarte
y a mimar al que te rodea y a
desprenderte del terrible matriarcado
que en nuestra vida de solteros querían imponernos en nuestras casas. Bendita
la O de la osadía para tratar de hacerlo todo aparentemente bien para que una
esposa siempre esté feliz, O de orgullo, de esa mística orgía en la que nos adentramos en
pareja, una orgía de sentimientos,
detalles, inteligencias, es una O más
redonda, más reformada, más perfecta. Y que decir de la R, ¡Alabado sea el señor…! responsabilidad,
reconocer los defectos y las
virtudes, tuyos y de tu pareja, replantearte
una actitud ante la vida, resistir
los embates del destino, rectificar
si es necesario. Qué malo que no tiene H
intermedia porque yo le agregaría que el amor
es como un “Homenaje” a la mujer,
sin las que jamás, podríamos amar a nadie...
… Pero coño, en realidad ya todo
es diferente. Si al menos tuviera esta inteligencia de ahora con quince años
menos, ¡cuántas cosas podría hacer!… qué diablos Brad Pitt ni Richard Gere… No
haría falta ser bonitos. Simplemente lo que se necesita es tener ese verbo
poderoso, acompañado de esa lucidez que te permita hacer cosas sensatas y saber
hasta donde entregar los sentimientos. Si yo tuviera quince años menos de
seguro no perdería tiempo soñando a tenerla, ni dejaría que se fuera sola a una
fiesta y de seguro, ahora mismo saldría y sin que lo esperara, le tocaría a su
puerta y le gritara: “Aquí estoy” y mandaríamos las dudas al carajo porque a
pesar de mis cincuenta para mi el amor, es hoy, esa hermosa palabra de cuatro
letras en la que la A representa la aventura, un alivio de pasiones, es alimentar el alma y ahuyentar la
rutina, es agradecer que gracias
Dios estamos vivos. Ahora la M es la
madurez con la que sabemos valorar a
quien nos quiere, es momificar las miserias, esas miserias diferentes que reducen tanto el alma que puede llegar a caber
en un grano de arroz, es conservar la memoria,
matar al egoísmo, y no mendigar un cariño, sino saber cuando
se entrega con sinceridad. La O, ya pierde
el glamour y se convierte en orgasmos,
esos orgasmos que nos hacen flotar y
saborear cada cosa que se hace como si fuera la última vez, es una O que llama al orden (pero sin reglamentos), es O ser O no ser si
quieres olvidar lo que fuiste tratando de reivindicar las hazañas, O simplemente, seguir siendo quien eres
pero dando más. Y qué decir de la R,
es la revolución del amor sin
condiciones, sin límites, sin dogmas, sin requisitos,
es el respetarse a uno mismo
haciendo lo que se desea hacer, es renacer
ante lo nuevo, revivir ante lo
muerto, reírle a la vida porque nos
demuestra que ella está hecha para eso, para vivirla. Y aquí me niego a que
haya H intermedia, porque no suena y
no hace falta para saber que el amor a estas alturas de la vida es algo más que
decir un simple “Hermoso”, es más
que eso, es el éxtasis, el saber que existo, siento y después preguntarme,
¿como podré quitarme este horrible insomnio…?