Cuando
apenas era un chamaquito, no más de 7 años y vivía en la calle Santa Clara,
solía creer que cada persona determina su propia vida. Que siempre tendríamos
el control de nuestro futuro y podríamos elegir nuestra carrera universitaria y
nuestra profesión, a nuestras novias o futuras esposas, a nuestros amigos.
Incluso llegué a pensar que sería responsable de las decisiones que marcarían
mi vida. Pero nunca me percaté que había nacido en Cuba, donde hay dos fuerzas
más poderosas que el libre albedrio; nuestro inconsciente y la dictadura marxista-leninista-estalinista-comunista
de los hermanos Castros.
Con
los años, comprendí que todo lo que solía pensar, no era más que un sueño
guajiro y aprendí que detrás de las apariencias, a puertas cerradas, todos somos presas de los
mismos obscuros, crudos y vergonzosos deseos. Desde niño siempre fue muy
observador. Miraba fijamente a un persona, lo suficiente para darme cuenta de
que, en realidad, no somos quienes decimos ser, incluso, bajo la piel, siempre
hay un secreto oculto que hasta nos hace ser alguien muy diferente.
Yo
tengo ese secreto y con el crecí; enfrentándome a cada instante con la
frustración de encontrarme con una realidad que no era como la que solía
imaginar: Ni era capaz de determinar mi propia vida, ni de tener el control de
mi futuro, ni de elegir ni mi carrera, ni mi profesión, ni mucho menos a la
novia que me diera la gana, porque si era de familia comunista el padre no la
dejaba juntarse con un tipo opuesto a los principios revolucionarios. Creo que de
ahí me viene el apodo de «El Salao».
Todo me salía mal. Era una especie de desafío permanente con la suerte. Solo
basta decirles, que para mí, Pepe el
Salao, la mala suerte se convirtió en un padecimiento crónico. Por más que
repetía la última frase de un escrito de Neruda: «Nunca pienses en la suerte, porque la suerte es el pretexto de los
fracasados», no alcanzaba a entender si en realidad, yo era un fracasado o
toda la cadena de infortunios por la que había transitado mi vida, era producto
de mi mala suerte.
Y
no era para menos. Desde el mismo día de mi nacimiento, me hice famoso, y esto
lo digo sin presunción ni prepotencia, porque es muy probable que en mi barrio,
no muchos conozcan el día en que fue fundada Cienfuegos —mi ciudad natal— pero
sin dudas, todos recuerdan aquel 15 de Noviembre de 19.. —la verdad, hace
tantos años que ya ni me acuerdo—, cuando mi madre —ya internada en la Clinica
Villavilla— sintió un fuerte cólico en la panza y pensando que era un simple peo
atorado, se sentó en la taza del inodoro, pujó y ahí nací…, cayendo de cabeza
contra la dura cerámica de aquel viejo sanitario.
Se
los juro, era una especie de gracias divina. No importaba el número de personas
que estuvieran presentes. Si ocurría algo malo, sin dudas, estaba destinado
para mí. Si pasaban los negritos de la calle Odonel y alguno lanzaba una
piedra, ésta me partía la frente a mí, aunque estuviera asomado por la ventana
de mi casa. Si un carro caía en un bache y salpicaba agua con lodo, al único al
que le enfangaba la ropa era a mí. Si todos hacían maldades en la clase, cuando
la maestra se volteaba, al único que descubrían era a mí. Y así, hasta que pude
salirme de Cuba, no me desprendí de ese don tan especial.
Para
no hacerles esta primera historia tan larga, la primera novia —que se enteró
que era mi novia—, que tuve en 7mo grado resultó ser la hija de Cañitas,
alguien que era dueño de la provincia de Cienfuegos y que mandaba a todo el
mundo pa’la caña. Como yo no tenía un papá adinerado ni era de la elite de la
sociedad, pues podrán imaginarse que duré de novio lo que dura un merengue en
la puerta de un colegio. Así pasé la secundaria. Yo era el más chico de edad y
de tamaño de toda la secundaria Básica Frank País. Era algo así como una
especie de mascota al que los más grandes de tamaño y de edad me daban
protección. Era tan flaco, que yo creo se creían que el viento me iba a tumbar
si soplaba muy fuerte. Pero gracias a esos amigos, hasta crecí haciendo
maldades y conociendo las cosas buenas de la vida, la primera cerveza, la
primera borrachera, la primera, la segunda, y dos que tres novias más.
Al
llegar al décimo grado me acorralaron contras las cuerdas. Yo que quería ser
ingeniero textil e irme a estudiar a la antigua Checoslovaquia, terminé dando
al paso al frente —por culpa de una prima, de la que jamás me olvidaré— al tercer contingente
del destacamento pedagógico Manuel Ascunce Domenech. Y fue ahí, donde alcancé
la fama y el mayor grado que otorga la Real Academia de los Salaos…
Nunca
me olvidaré de aquel evento que me dio el pase directo al salón de la fama de
la Universidad. Durante la presentación de mi tesis de grado para obtener el título
de Licenciado en Física y Astronomía, en medio de la exposición —de tan nervioso
que estaba—, se me salió un siniestro peo que embriagó a todos los presentes,
quienes entre risas, exclamaciones y casi renegridos por la asfixia,
abandonaron la sala magna de conferencias por más de cinco minutos, esperando
que la rancia fetidez se esparciera por completo…
Y
a pesar de que fui uno de los mejores estudiantes de mi grupo, nadie me
recuerda por eso. Sin embargo, junto a las memorias imborrables de aquel
recinto, y acompañando a otras menciones que estampaban visitas de catedráticos
famosos —nacionales y extranjeros—, todavía perdura una muy pequeña, pero bien
vistosa placa, que dice: «20 de Junio de
1979. Fecha memorable que marca el día que Pepe el Salao se tiró un peo que
superó con creces al peo de Atanasio». Sólo le faltó que declararan esa
fecha, como día de celebración nacional o asueto en la Universidad Central de
Las Villas.
CONTINUARÁ.