Afrodita Pérez,
decidió que no quería saber nada de curas, monaguillos ni seminaristas, desde
aquel día en que en un ataque de valentía, entregó su alma al diablo.
—¡No puede
ser!... ¿estás loca? — exclamó el padre Tiberio al escuchar la confesión de
amor que acababa de hacerle Afrodita ― Te prohíbo que vuelvas a repetir tan
pecadora confesión.
Afrodita bajó
la cabeza y sendas lágrimas surcaron su fino rostro. No podía imaginar que
aquel hombre no sintiera lo mismo por ella después de tantos meses de estar tan
cerca de él. Juntos visitaban las comunidades campesinas próximas al poblado de
Mal Tiempo, un municipio de Cienfuegos, llevando alimentos y ropas para los guajiros
más necesitados. Juntos preparaban las ceremonias de bautizo, bodas, misas y
hasta las clases de catecismo que se organizaban para la preparación de los fieles
católicos que se disponían a tomar su primera comunión.
Afrodita era
una especie de asistente personal del Padre Tiberio, un joven que no pasaba de
los 30 años de edad y que se había consagrado a Dios buscando la paz de su
alma.
Para Afrodita,
la negativa del Padre fue el mayor de los golpes recibidos en sus ya 20 años
cumplidos. No concebía su vida sin el amor de Tiberio y aunque Dios no la
perdonara nunca, ella estaba dispuesta a aunque sea darse un arrimón con el
apuesto sacerdote.
A partir de ese
momento y dada algunas reacciones de despecho que mostró Afrodita, la bola rodó
por el pueblo y de tanto rodar, creció y se convirtió en un enorme chisme…
«― ¿Te enteraste? El Padre Tiberio se está dando a
la Afrodita… ¡quién lo iba a decir! ―Decía doña Alfonsina, la bruja más
chismosa del poblado»
Y poco a poco
algunos fieles se fueron alejando del párroco y le exigieron que si en verdad
tenía dignidad, lo menos que podía hacer era largarse del pueblo. Y así lo hizo
y con ello, Afrodita perdió la razón de vivir.
Unos meses
después Afrodita resolvió cambiar de aire y convenció a sus padres para que la
dejaran irse a Cienfuegos. Necesitaba alejarse de todos los recuerdos y
reencontrarse con la vida, con la verdadera mujer que llevaba por dentro y por
qué no, encontrar al hombre que la sacara de su enfermizo amor por Tiberio.
Nadie sabe a
ciencia cierta que pasó, pero a los tres meses de estar supuestamente
estudiando en la escuela de economía de la capital provincial, Afrodita regresó
a su terruño. Y desde ese día, el batey de Mal Tiempo tuvo un personaje para la
historia.
Cuenta su
hermana Rumacinta que pasaron tres largos años sin que Afrodita dejara de
llorar y lo poco que dormía, lo lograba en brazos de Celestina, su amorosa
madre, que tuvo que dejar de atender a su marido, quien desesperado por darle
uso a su aparato, se buscó una amante y por razones obvias, este chisme no rodó
de boca en boca pues la que se encargaba de darles sus buenas arrimadas al
bueno de Don Hilario, era nada más y nada menos que la bruja más chismosa del
pueblo.
Nadie
podía contentar a Afrodita quien en su eterno divagar no encontraba consuelo
para sanar sus heridas. Algo muy duro había pasado en su supuesta ida a la capital,
y no había Dios, ni curas, ni curandero, que pudiera sacarle lo que llevaba por
dentro.
Un
día, cansada de tanto sufrimiento y de ver a su hija hecha una piltrafa,
Celestina decidió traer al pueblo a una prestigiosa psicoanalista: la Dra. Soledad Cañón ,
quien ya curada de su adicción por el sexo, había decidido consagrar su vida a
ayudar a toda persona que sufriera de una depresión crónica, sin cobrar un
centavo por sus servicios.
Cinco
horas de encierro bastaron para que ante la sorpresa de todos, Afrodita dejara
de llorar y por primera vez en tanto tiempo una alegre sonrisa se asomara en su
rostro, al término de la fatigosa terapia a la que se entregó.
Y
ese misterioso suceso del pasado que marcó tan drásticamente la vida de
Afrodita quedó guardado como un secreto que sólo en el pueblo sabían Afrodita y
su madre: Lo único que se sabe es que desde ese día no se supo nada más de Don
Hilario y que nadie vio llorar jamás a la Afrodita, ni incluso, siete años
después, el día de la muerte de Doña Celestina, ocurrido justamente cuando
nació el tercer hijo de la mujer que un día se había convertido en diosa.
Ese
día, encontrándose aún adolorida por los efectos del parto, ante el féretro de
su madre y llevando al recién nacido en sus brazos, dijo en voz casi gritando:
―
Madre, que Dios me perdone, sé que no estarás muy de acuerdo con esta decisión
que acabo de tomar, pero este niño, se llamará igual que mí… ― Y pegando su
boca al oído de la ya inerte Doña Celestina, terminó la frase en un
indescifrable murmuró.
Siete años antes.
― Afrodita,
no tengas miedo. Sólo he venido a ayudarte―le dijo la Dra. Soledad Cañón.
Afrodita
empezó a hablar hundida en un mar de sollozos.
―Doctora,
son muchas cosas las que me tienen en este inmenso vacío.
―Háblalo,
necesitas sacarlo todo…
El
día que Afrodita se fue de su casa, no fue para irse a estudiar a la escuela de
economía, como le había dicho a sus padres. Su inmenso amor por Tiberio no la
hizo flaquear un segundo en su intento por buscarlo hasta donde fuera
necesario. Y así lo hizo. Con el nuevo párroco de Mal tiempo, averiguó el paradero
de su amado. Para su sorpresa, se enteró, que ante los rumores de que Tiberio
había incumplido las reglas católicas del celibato, había decidido irse a un
retiro espiritual muy cerca de los Baños de Ciego Montero y así pensar si en
realidad ser cura era su vocación: Pero la realidad era otra. Tiberio la amaba
y se había ido para renunciar a seguir siendo sacerdote y luego venir por ella
y juntos formar una familia.
La
felicidad la cegó y en vez de regresar y esperarlo, Afrodita fue directo al
pueblo de Ciego Montero y lo encontró en su bohío en medio del monte. Al verla,
el arrepentido sacerdote se lanzó a sus brazos y se entregaron en un apasionado
beso.
―Ya
no aguanto más―le dijo―. Te amo, y por ti estoy dispuesto a todo. Ya basta de
engañarme, yo no nací para ser cura. La carne es más fuerte, el amor es más
poderoso que toda la fe que pueda existir. ¡Ya basta! ― Y tomándola de la mano Tiberio corrió al
encuentro con su madre ―. Madre, te presento a la Afrodita, la mujer de quien
tanto te he hablado.
―
Que Dios te perdone hijo, pero si esta es la mujer que tanto amas, dale riendas
sueltas a tus sentimientos. Dios sabrá perdonarles sus pecados. ― Y dirigiéndose
a Afrodita le dijo dulcemente―. Si tú eres más fuerte que la fe que mi hijo
dice profesar por Dios, conviértete en su diosa y qué desde ahora se entregue
por completo a ese amor tan poderoso.
Y
abrazándola muy fuerte a su pecho, terminó diciéndole al oído.
―
Desde hoy, esta es tu casa.
Faltando
un día para cumplir los tres meses en casa de Tiberio, y plenos de amor, placer
y lujuria, ocurrió lo que para muchos creyentes podría ser llamado como el
castigo de Dios.
Ese
día, mientras su suegra miraba sus recuerdos de familia, le pidió a Afrodita
que la acompañara. Un
viejo álbum de fotos, le hizo recordar su pasado, y sobre todo aquellos tiempos
en los que había quedado embarazada y esperaba el nacimiento de su hijo.
―Es
curioso, entre tantas fotos que tienes en este álbum, no hay ninguna del papá
de Tiberio―señaló Afrodita.
―Ese
ha sido siempre un secreto. Ni el propio Tiberio sabe quien es su padre. Creo
que fue una de las cosas que lo orilló a entregarse a Dios, sin estar
convencido de su vocación. Fue un amor prohibido, un amor sin sentido, más que
ese regalo que me hizo.
Y
buscando en un cajón sacó unas cartas visiblemente empolvadas. Abrió un sobre y
sacó una foto de aquel hombre al cual pecaminosamente se había entregado.
Afrodita
palideció de inmediato y casi temblando exclamó:
―Señora,
este hombre es mí… es mí padre.
***
Hoy
el pequeño Tiberio ya tiene cinco años. Sin dudas, es el consentido de
Afrodita, quizás por ser entre sus hijos, el que encierra ese secreto que
nadie, a pesar del tiempo, ha podido todavía descifrar.
Y
cada año, en cada celebración, Afrodita, ante la tumba de Doña Celestina, le
repite la misma frase que le dijo el día de su muerte… «Madre, que Dios me perdone, sé que no estarás muy de acuerdo con esta
decisión que acabo de tomar, pero este niño, se llamará igual que mi hermano,
que sin que nadie pueda impedirlo seguirá siendo mi marido.»